Mamá de muchos

Gabo se despierta a las siete de la mañana y mientras toma el desayuno con su marido, Claudio, de 55 años, va arengando a sus hijos Demián, de 15, y Cindy, de 11, a alistarse para ir al colegio. Luego baja los escalones de la escalera que la conectan con su trabajo. Pero la escena le sigue siendo familiar: una pareja tomando mate, un niño calvo corriendo hacia el patio, una mamá jugando a las muñecas con su pequeña, mientras otra toma su tejido de un bolso de mimbre. De repente llaman a la puerta… y el día empieza a alborotarse: son los payasos. Gabo les abre y una chiquita con barbijo se adelanta a recibirlos con un abrazo.

Todo esto transcurre en la “casita”, tal como todos llaman a “La Casa de Ronald McDonald” en el barrio de Almagro, en la ciudad de Buenos Aires. Es un verdadero hogar que brinda alojamiento gratuito y contención a familias del interior del país y de otros países con hijos en tratamientos médicos prolongados por cáncer, trasplantes y otras enfermedades de alta complejidad.

“Gabo” Lebenas,de 51 años, es su directora desde hace quince. Conmovida por la muerte de Leslie, la hija de sus amigos Roberto y Graciela, no dudó en involucrarse de lleno con la casa. Roberto Spangenthal fue quien impulsó la Asociación Ronald McDonald en la Argentina. “Mientras vivía en Los Ángeles, sensibilizado por mi hija Leslie que padecía cáncer, envié una carta al dueño de la franquicia de Mc Donald’s en América Latina en la que le proponía abrir una casa Ronald en Buenos Aires. Cuando regresé al país, inmediatamente pusimos manos a la obra”, cuenta Roberto. Y ahí estaba Gabo, como voluntaria. En aquella época había tomado licencia por maternidad de sus trabajos como maestra jardinera y coreógrafa de los actos de una escuela y volcó todo su tiempo a esta iniciativa. Cuando lograron reunir el dinero para  construir la casa, Roberto le preguntó a ella si le interesaba dirigir el programa.

“Ese es mi puesto, vine a este mundo para este trabajo”, fue su respuesta, aunque tuvo que pensarlo un poco más cuando supo que la condición era vivir en la casa. El compromiso implicaba un profundo cambio de vida: debía renunciar en la escuela.

Por otro lado, Demián tenía por entonces un año y debía analizar con su marido la propuesta antes de tomar una decisión. “Claudio fue muy generoso y accedió sabiendo que se trataba de un sueño mío”, recuerda Gabo. Se mudaron a la casa en diciembre de 1998 antes de ser inaugurada para las familias.

Con la calidez y la energía que la caracteriza, Gabo actuó de inmediato: organizó grupos de voluntarios, comenzó a distribuir tareas, roles y a recibir a los nuevos integrantes de la Casa. Las primeras familias comenzaron a llegar derivadas de los hospitales Pedro Garrahan e Italiano de Buenos Aires. Un ejemplo es Stefanía, una nena de siete años que vive en Miramar  Sus padres decidieron trasladarla al Hospital Italiano, luego de que la niña estuvo cinco días con fiebre alta. En el centro médico la sometieron a diferentes estudios, pero no podían determinar qué padecía. Conforme pasaba el tiempo, sus órganos se veían cada vez más afectados. Asustada por el dolor de cuerpo y los permanentes pinchazos, solo la presencia de sus padres la tranquilizaba. Las primeras cinco noches, su mamá, Verónica, durmió en un sillón al lado de la cama de su hija, en terapia intermedia. Su papá, en el auto estacionado a unas cuadras del hospital. Luego de varios días de incertidumbre, una asistente social se enteró de su situación y los derivó a la Casa Ronald, donde vivieron dos meses. “Era más divertido que estar en el hospital, había una biblioteca, una maestra de pintura y jugaba en la sala con otros niños, había de todo”, cuenta Stefi .

“Encontramos un hogar. Entre todos nos acompañamos para atravesar la situación de tener a un hijo enfermo”, dice Verónica, mamá de Stefi .

Cuando le dieron el alta, sin haberle dado un diagnóstico, dijeron que debían volver por controles cada seis meses. “A partir de esa experiencia tenemos dos hogares: nuestra casa en Miramar y la Casa Ronald”, agrega Verónica. Gabo enfrenta día a día el desafío de sostener a 30 familias en una casa organizada y en armonía. Reúne a los padres en un espacio terapéutico para escucharlos y contenerlos, organiza cursos sobre prevención de accidentes domésticos, salidas turísticas en grupo. Como buena maestra jardinera, lo que más disfruta son los momentos de recreación con los chicos. Adora cantar, tocar la guitarra, jugar con títeres, participar de un show de magia y hasta calzarse la nariz roja de los “Payamédicos”, encargados de provocar sonrisas y mejorar el ánimo de chicos y grandes una vez por semana. “No puedo evitar convertirme en un mar de lágrimas cuando veo a los niños soltar carcajadas, cuando los padres me confiesan que hacía tiempo no reían, cuando les regalamos un momento feliz”, reflexiona Gabo, emocionada. Anochece en la Casa, Gabo está cansada pero sabe que le queda una buena cuota de energía para compartir con Claudio y sus hijos Demián y Cindy. Una charla familiar con los pormenores del día y una rica cena la esperan en su casa en donde también es la mejor anfitriona.

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