Graciela Izquierdo. «Una madre no se rinde»

Anochecía, y José aún no había vuelto a casa. Apresurada, Graciela preparaba pollo con arroz para la cena; mientras tanto Gonza y Floppy veían dibujitos animados en un cuarto del hogar Sol Naciente en el Bajo Flores donde vivían. Desde que había enviudado, Graciela tenía que ingeniárselas para mantener a sus cuatro hijos. Pronto tendría que partir hacia su trabajo en una empresa de limpieza, pero nunca se iba de casa sin ver llegar a su hijo.

Desde que había descubierto que José fumaba paco (una droga fabricada con los residuos tóxicos de la cocaína) no hacía otra cosa más que preocuparse por él, y esa noche tenía un terrible presentimiento.

Finalmente decidió no ir a trabajar, debía encontrarlo. Se despidió de sus dos hijos menores y salió a la calle. Caminó unas cuadras y se internó en la villa 1-11-14, uno de los asentamientos más marginales de la ciudad de Buenos Aires, donde su hijo solía juntarse a fumar paco con otros chicos.

Las calles, embarradas por la lluvia, oscuras y desoladas podían parecer una boca de lobo para muchos; pero a esta madre lo único que la aterraba era que a su hijo le hubiese pasado algo. Lo encontró en “el hoyo”, una especie de cueva que armaban los chicos del barrio debajo de un puente de la avenida Perito Moreno para juntarse a fumar.

Estaba dormido en medio del barro, rodeado de perros callejeros. Su mamá lo abrazó, luego alzó el cuerpo delgado de José, entonces de 17 años, y lo llevó al hotel. Allí lo metió bajo la ducha. Mientras lo fregaba para sacarle la mugre advirtió cómo los huesos se asomaban peligrosamente por debajo de la piel. “Se me va a ir la vida, pero te voy a salvar. La droga no te va a matar, vos vas a vivir”, le repetía su madre mientras José recuperaba el conocimiento.

Pero esta no era la primera vez que Graciela Izquierdo le hacía frente a la droga. No mucho tiempo atrás, Nahuel, su hijo mayor, había pasado por lo mismo. Cuando Graciela se dio cuenta de que él estaba consumiendo paco, la adicción ya era muy profunda. “No tiene arreglo —le decían los vecinos— dejalo, ya no podés ayudarlo”.

El poder destructivo del paco es mucho más feroz que el del resto de las drogas, y afecta principalmente a los sectores más vulnerables porque es muy barato. Además, el pronóstico para un chico adicto —Graciela lo sabía bien— era morir de una sobredosis, en manos de los “transas” que venden droga, en una disputa policial; o, en el mejor de los casos, caer preso.

Pero ella no estaba dispuesta a ver morir a su hijo, y fue así que desató la primera lucha, entonces para recuperar a Nahuel.

“Señora, ¿usted qué se cree? El estado no tiene por qué hacerse cargo. Si su hijo es adicto es porque usted fue una mala madre”.

Esa fue la respuesta que recibió en un Juzgado Civil cuando fue a pedir un centro de rehabilitación para su hijo, “pero para los chicos de los barrios bajos nunca se encuentra lugar”. Cansada de saltar de juzgado en juzgado, en 2005, decidió escribirle ella misma una carta a la Casa Rosada dirigida al entonces presidente, Néstor Kirchner.

A las 48 horas recibió un llamado telefónico: tenían un lugar para Nahuel. Fue muy difícil para Graciela hacerle entender a su hijo mayor que tenía que internarse. Y cuando finalmente accedió a ir al centro “Casa del Sur”, la sombra del paco volvía a infiltrarse en su hogar.

Poco tiempo después, en 2006, Graciela comenzó a darse cuenta de que José, su segundo hijo, estaba mostrando señales de estar consumiendo droga. Una
tarde Graciela encontró tres bolsitas de paco escondidas en un agujero de su colchón, José se arrojó a sus pies mientras rogaba por recuperarlas. “Fue devastador ver a mi hijo arrastrándose por el piso como un perro rogándome por eso que lo estaba matando”, recuerda Graciela.

Y esta madre, sin dudarlo, se lanzó otra vez a la batalla. Otra vez a enrejar las ventanas de la habitación de su hijo y trancar su puerta, otra vez a buscarlo a cualquier hora de la noche, otra vez a oír como le gritaba que la odiaba y que prefería estar muerto. La adicción de José fue aún más terrible y violenta que la de su hermano mayor.

Vendía todo lo que tenía con tal de conseguir plata para comprar más droga. Le sacaba la ropa a Gonza, incluso llegó a vender el nebulizador que tenían para tratar el asma de Floppy. “Yo sabía que mi hijo no era capaz de hacer esas cosas, era la droga con el cuerpo de mi hijo”, reflexiona Graciela.

Después del caso de su primer hijo, Graciela Izquierdo ya era conocida en los juzgados y no le costó encontrar, esta vez, un lugar para José en un centro de rehabilitación; lo difícil fue hacerlo entender. “La droga los mete en un túnel en el que la única salida es la muerte —explica Graciela—, yo no pensaba dejar morir a mi hijo”.

Más de una vez le suplicó a José que se internase, más de una vez trató de llevarlo por la fuerza, incluso fue acompañada por la policía, pero él se resistía. Hasta que una mañana, después de un extraño sueño, Graciela sintió que si no lo internaba de inmediato, iba a perderlo para siempre. Le pidió a Nahuel, rehabilitado hacía un año, que la acompañase a donde fuera que estuviese José.

Al pasar por una ferretería, Graciela compró una cadena, sabía lo violento que podía ponerse su hijo. Gracias a una pista que les dio un muchacho, lo encontraron después de buscarlo todo el día.

Nahuel lo sujetó, Graciela lo envolvió en la cadena y se subieron a un auto para que los llevara directo al centro de rehabilitación. “Bajó descalzo y encadenado como mis antepasados que fueron esclavos negros, sólo que mi hijo era esclavo de la droga”, recuerda Graciela.

Vio con alivio cómo José entraba en el centro y sintió que se avecinaban días de tranquilidad. Graciela ganó la batalla más feroz, pero la guerra sigue. Ahora
forma parte de la asociación “Hay otra esperanza” que ayuda a que otros chicos del Bajo Flores tengan también una oportunidad para recuperarse del paco. “Alejarlos de la droga es volver a parirlos, es enseñarles a caminar. Acá los devolvemos a la vida”, relata Graciela, madre de José, de Nahuel y de cada chico del barrio que necesita alejarse de la droga.

Hoy, Nahuel, de 28, trabaja en la Secretaría de Transporte de la ciudad y José, de 24, es operador en un centro de rehabilitación. Graciela trabaja en el hogar para madres “Sol Naciente” y forma parte de “Hay otra esperanza”.


HAY OTRA ESPERANZA
Es una asociación civil de madres que luchan contra el paco. Sus fundadoras Rita y Rosa, como Graciela, han vivido lo difícil que resulta recuperar a sus hijos de la droga sin ayuda. Ahora juntan sus fuerzas para que, con la acción comunitaria, los chicos tengan una verdadera oportunidad de rehabilitarse y sepan que, aunque no parezca, hay otra esperanza para ellos. hayotraesperanza.com.ar

Un comentario en «Graciela Izquierdo. «Una madre no se rinde»»

  1. TENGO 3 HIJOS CON PROBLEMAS DE DROGAS Y A RAIS DE ESO 2 TIENEN PROBLEMA CON LA JUSTICIA A UNO LO INTERNE 3 VECES EL OTRO NO QUIERE SABER NADA UN DIA ME LLEGA LA NOTICIA Q MI HIJO ESTAVA PRESO X TERCERA VES Y SENTI ALIVIO XQ APESAR DE Q LA CARCEL ES MUY PELIGROSA LE IVA A COSTAR BASTANTE MAS CONSEGUIR PACO ESTOY DESESPERADA VA ME SIENTO MUERTA EN VIDA

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *